Clara Peya: «¿Qué voy a hacer yo en una gira en solitario? ¡Morirme de pena!».
Clara Peya (Palafrugell, 1986) es una figura destacada de la escena musical catalana. En 2019, con treinta y tres años de edad, recibió el Premio Nacional de Cultura de Cataluña por su trayectoria musical y su compromiso social. En aquel momento llevaba publicados ocho discos, situados a caballo entre la canción de autor y el jazz. Sin embargo, lo más curioso es que todavía no había publicado los que pueden considerarse sus mejores trabajos. Los primeros fueron dos discos de piano solo, A-A Analogia de l’A-mort, publicado a finales de 2019, y Estat de larva, este último, aparecido en el verano de 2020, era el resultado sonoro de la convulsión provocada por los tres meses de confinamiento a los que nos vimos todos obligados, en la primavera de ese año, por culpa de la covid-19. El tercero de esa lista de mejores trabajos era un disco de canciones titulado Perifèria, un álbum intimista en el que abordaba, precisamente, esas materias de su compromiso social, dedicado a todas esas formas de vida situadas en la «periferia» de lo que se entiende por normal: la diferencia que genera vulnerabilidad. Diferencia y vulnerabilidad que ella misma ha sufrido, por su condición sexual, por un lado, y por la enfermedad que le diagnosticaron a los 21 años, trastorno obsesivo compulsivo, TOC, y que ella tardó casi doce años en atreverse a comunicar públicamente, por el estigma social que arrastra la salud mental. Lo hizo a través de Suite TOC núm. 6, un espectáculo teatral de la compañía Les Impuxibles, que codirige junto a su hermana mayor, la coreógrafa Ariadna Peya.
Perifèria, uno de los grandes discos nacionales de 2021, habla de todos aquellos que se han quedado «fuera» porque no se les ha incluido, no porque lo hayan decidido voluntaria y libremente. Gente invisible porque ha sido marginada. Fruto, tal vez, de sus nuevos intereses musicales, la instrumentación de Perifèria es escueta: tan sólo el bajo y los teclados de Vic Moliner y la batería de Didac Fernández, además del piano vertical de la propia Peya. Como es habitual en sus discos, ella no canta; quien lo hace en esta ocasión es Enric Verdaguer, conocido artísticamente como Henrio, y brilla por su sensibilidad y la capacidad de cambiar de registro según sea el tono de cada uno de los temas. Canta en todas, menos en una, Mujer frontera, en la que la voz es asunto de la rapera franco-chilena Ana Tijoux y la actriz Alba Flores.
Pero si el ámbito de la canción es suficientemente conocido en el caso de Clara Peya, no lo es tanto su labor como compositora de piezas de piano solo. Los dos discos que ha publicado así no han tenido excesiva repercusión mediática y ella tampoco «ayuda», al no presentarlos en directo… Bueno, en realidad A-A Analogia de l’A-mort lo interpretó en directo en una única ocasión, el 6 de diciembre de 2019 en el espacio Utopia 126 de Barcelona. Sin embargo, estos dos discos abren nuevos caminos de expresión que encajan en la senda de compositores post-minimalistas y/o neoclásicos como Nils Frahm, Ólafur Arnalds o Max Richter.
Siempre me ha llamado la atención tu aspecto físico. Sin oírte, se podría pensar que eres una punk, pero luego se te escucha… y tu música no sólo no es punk, sino que muestra una sensibilidad dulcísima…
Las personas somos contradictorias y la contradicción existe en todo. Yo no me fío de nada que sea «de manual», digamos, que parezca estipulado. Yo, por otra parte, soy una persona súper sensible y dar una imagen dura me da sensación de protección, que en realidad es mentira. Pero sí he querido ofrecer una imagen más dura para proteger lo que hay dentro, que es un poco frágil. Es una explicación.
Yo he estudiado música clásica y, entonces, no creo en «la liturgia» de la música clásica ni en el elitismo. La música es para acercarnos y no para alejarnos, y la música clásica es súper elitista: para estudiarla o, incluso, para «consumirla» necesitas dinero. Yo nunca he querido ser una persona lejana, sino cercana. Y todo esto es una especie de explicación de por qué a ti no te cuadra mi imagen. ¡Yo es que estoy muy acostumbrada!
Creo que empezaste a tocar el piano a los tres años. ¿Cómo apareció en tu vida?
Vengo de una familia en la que mi abuela y mi tía [la concertista Josefina Rigolfas] eran pianistas y yo toco el piano desde pequeña, por obligación. Yo pensaba, incluso, que no me gustaba y tuve durante bastante tiempo una relación de amor-odio con la música. Me costó bastante tiempo aceptar que me encantaba la música. Soy rebelde por naturaleza y cuestiono todo por naturaleza y todo lo que me dicen que tengo que hacer, no lo quiero hacer. Me costó mucho entender que lo que más me gustaba era tocar el piano y que lo quería era hacer música.
¿Acabaste completa la carrera de piano?
Sí. Acabé la de piano clásico y empecé la de jazz y me quedé en cuarto curso.
Cuando dices que aceptaste que te encantaba la música, ¿a qué música te refieres? ¿Chopin, Bach…?
Lo que más me ha gustado de la música clásica es Mozart. Es raro, pero es así, porque era de las pocas cosas que entendía. Cuando eres muy joven y empiezas a interpretar Bach, Rajmáninov o Chopin, emocionalmente no puedes entender la pieza. Técnicamente la puedes tocar, pero emotivamente es imposible: estás a años-luz de entenderla. Mozart me parecía más cercano y se convirtió en algo muy importante en mi vida.
Ahora, con el tiempo, siendo ya más mayor, Bach me parece increíble y Beethoven igual. Lo que pasa es que no me gusta lo que significa la música clásica: cómo se transmite y en qué se convierte… En este país, al menos. La música clásica no es popular y para mí, la palabra «popular» es importante, porque significa «accesible», para todos. Y no hablo desde un lugar intelectual, sino de poder «consumirla».
¿Cuándo empezaste a escuchar música clásica contemporánea?
Cuando me daban piezas para tocar y no entendía nada. Yo creo que fue en primero de carrera. Hasta ese momento, ni la conocía ni la había contemplado. Hablo de la contemporánea, no del impresionismo. En realidad, hasta los 16 años yo escuchaba lo que me decían que tenía que escuchar, no lo que yo quería escuchar. De golpe, en la fonoteca de la ESMUC descubrí que habían muchísimos, muchísimos discos. En esa época no existía Spotify ni nada que se le pareciera. Y yo empecé a consumir discos como una loca. Empecé a descubrir el jazz, el folk… Y se me abrió el horizonte. Y tomé conciencia de que soy una chica. Porque como pianista chica estaba abocada a ser profesora. Yo no tenía referentes: llevaba toda una vida tocando obras de hombres blancos. Los hombres blancos eran, para mí, los que componían y los que ejecutaban y a mí no se me había pasado por la cabeza la posibilidad de transgredir eso. Y tomé conciencia de que yo también podía componer y podía explicar mis vivencias y mi historia.
¿Hablabas de esas preocupaciones con tu tía?
No. Ella era una gran intérprete, pero no componía. A mí me costó mucho entender que la música clásica, de algún modo, a mí me encorsetaba y coartaba mi creatividad. Me sentía ejecutante, pero no me permitía expresar mi parte creativa y me sentía poco libre. Con el tiempo, en cambio, he descubierto que mi faceta creativa me resulta terapéutica y necesaria para centrar mi cabeza.
Dentro de la música contemporánea, el carácter rupturista de Stockhausen, Xenakis, Boulez, Nono, Berio…, a los que aún hoy cuesta programar en los grandes auditorios porque el público «tradicional» no lo acepta, ¿no te llamaba la atención?
Yo recuerdo que a mí me llamó mucho la atención, en su momento, Prokófiev. No es lo mismo, pero tenía un físico y una forma de abordar la música clásica que a mí me partió la cabeza. Lo que a mí me agobiaba más de la música clásica era tener que reproducir algo ya escrito, no tener la libertad para expresarme, tanto físicamente como ideológicamente. Me sentía muy limitada con el hecho de tener que interpretar algo de otro. De Prokófiev me interesa su voz, pero no su voz en mis manos. En mis manos me interesa la mía: ¿quién soy? Y tenía que buscar cómo soy y cuál era mi camino.
De John Cage, por ejemplo, me quedé también muy pillada en su momento con esa obra en la que no pasa nada. ¿Sabes cuál te digo?
¿4’33”?
Me quedé muy pillada, porque eso para mí era arte. Me mostraba una filosofía y me abrió todo un mundo que aún no se me ha cerrado. Lo que me pasa a mí, artísticamente, es que nunca descanso: nunca encuentro un sitio en el que me sienta cómoda. Cuando me empiezo a sentir cómoda con algo, me empieza a resultar… aburrido y me genera desinterés. Me gustaría descansar.
Tu primer disco, Declaracions (2009) era cantado, con tus letras, pero sin tu voz, sino con las voces de otros cantantes. ¿Cómo fue el proceso para que ese, en concreto, fuera tu primer disco y cómo han evolucionado tus gustos musicales con el paso del tiempo?
De los once discos que llevo a la espalda te diría que me gustan tres… También hay canciones sueltas de cada disco que me gustan. Me gusta la producción de pocos temas, pero esto forma parte de la evolución personal individual: el mundo se mueve y nosotros nos movemos con el mundo y mis intereses musicales se mueven en espiral circular. Algo que ahora no me gusta me puede volver a gustar dentro de diez años y otros diez años después me vuelve a dejar de gustar. Y no tiene que ver con la moda de estilos musicales: se mueven los estilos y tu manera de sentir y de ver la vida. Igual que no tocas igual con veinte años que con cuarenta, tampoco compones igual. Yo estoy más cerca de los cuarenta que de los veinte y de alguna manera eso lo noto en muchísimas cosas.
Reniego mucho de mi pasado, aunque también lo amo, porque es el camino que he hecho para encontrar algo. Yo siempre quise cantar pero nunca me sentí capaz de hacerlo. No tengo buena voz y no me gusta, así que busqué en otras voces la mía. Me costó mucho encontrar lo que quería hacer y yo creo que hasta los dos últimos discos no he encontrado que quien canta sea «mi voz» real. Pero si me lo preguntas dentro de cuatro años, seguramente estos tampoco serán mis discos. Si señalo estos es porque son los que más se parecen a quien soy yo ahora.
¿Cuánto descartas? ¿Cuál es tu criterio para que una pieza de piano termine fijada en un disco?
Antes no descartaba nada y ahora empiezo a descartar bastante. Ahora, en cada disco se me caen tres canciones y antes ponía todo lo que tenía. Cada vez tengo más criterio, tanto a nivel personal como a nivel musical. El mío. Sin ser mejor ni peor que ninguno, pero es mi criterio.
Los discos de piano solo son un poco diferentes: parten de improvisaciones que se hacen canción y son motivos muy minimalistas que pueden nacer cualquier día, a cualquier hora y surgen muy rápido. Es difícil explicarlo. Es otro proceso creativo completamente distinto.
En realidad, me gusta escuchar lo que dices, porque yo también pienso que es en tus tres o cuatro últimos discos, desde Oceanes (2017) hasta Perifèria (2021) y, más concretamente, en tus discos de piano solo, A-A-Analogia de l’A-mort (2019) y Estat de larva (2020) en donde se diría que has entrado en un terreno pianístico distinto… ¿Se debió a algo en concreto? ¿Cambiaron, de algún modo, tus gustos o influencias?
En dos discos cuesta mucho ser quien eres. Pasa en muy pocas ocasiones que con dos o tres discos te sitúes. Pienso, por ejemplo, en Maria Arnal y Marcel Bagés, que con dos discos han logrado establecer un lenguaje muy propio y muy suyo. Pero, en general, no pasa. Por otra parte, cuando no eres la voz principal es muy complicado lograr algo de revuelo o repercusión. En Cataluña me conocen más porque llevo once discos.
Pero Maria Arnal y Marcel Bagès también son artistas «mayores»: no son, precisamente, veinteañeros…
¡Claro! 34 y 39 años.
En Cataluña eres un icono del feminismo y de otras causas sociales, pero ese discurso, que sí puede manifestarse a través de tus letras, puede resultar indetectable en los discos de piano solo… Aunque lo intentas: los títulos de las piezas de Estat de larva, No, Sé, Vos, Al, Tres, Pe, Rò, Jo, Ne, Ces, Si, To, Pell, Per, Viu y Re, se leen del tirón «No sé vosaltres però jo necessito pell per viure»: «No sé vosotros pero yo necesito piel para vivir»…
Realmente, los discos de piano solo no son lo más «comercial» de mi trayectoria. Y esa es parte de mi lucha, porque yo hago Estat de larva porque intento mostrar un discurso detrás, y ese discurso lo tengo que explicar. Y, encima, de Estat de larva no hice conciertos, porque estábamos confinados.
A mí me gusta que cada disco tenga su discurso y su entidad y que hable de algo. Para mí es una responsabilidad salir al escenario frente a un público que viene a verme y siento que tengo que hacer algo que vaya más allá de mí. Ya me parece bastante ególatra salir a un escenario a que te miren y te escuchen, aunque a mí me guste. De hecho, quien sale a un escenario lo hace por eso, para que le escuchen.
Por eso es importante, al salir a un escenario, que hagas algo con eso, que sea útil colectivamente y no sólo individualmente. La vida es muy complicada: nos morimos, pero hay otra gente que viene detrás. Creo que los artistas tenemos más responsabilidad de la que pensamos, o la utilizamos menos de lo que deberíamos.
Encuentro un cierto paralelismo entre ti y Lluis Llach. Hace muchos años, creo que fue en la presentación de Geografia (1988) en el Palau de la Música de Cataluña, pude entrevistarle y decirle lo sorprendente que resultaba que exteriormente tuviera tanta repercusión como icono de la canción política o social cuando, en realidad, él era el más «músico» de los cantautores…
Se convirtió en un icono del independentismo y del catalán. Ha llegado un momento en el que todo es muy complicado, sobre todo con la irrupción salvaje de las nuevas tecnologías: nos relacionamos en pantallas planas y se ha perdido la profundidad a todos los efectos. Estamos perdiendo tomarnos el tiempo necesario para hacer las cosas. Ahora los videos se ven trece o quince segundos. Todo es líquido. Y es muy complicado encontrar la sustancia, lo puro. Para la salud mental, estamos en uno de los momentos más duros y difíciles. El arte, en cambio, es la vía más directa, porque no pasa por la razón. De eso va la búsqueda. La búsqueda no es tener éxito.
A mí, de la industria me cansa todo: tener que quedar bien con la gente, tener que hablar con programadores… Yo estoy cómoda tocando en el escenario y me encanta salir al escenario, pero no me gustan las entrevistas de la tele, no me gusta venderme. Me gusta que nos escuchemos, que la gente coopere.
¿Crees que con Perifèria has logrado que tu discurso, que ahí sí resulta claro y evidente, se difunda?
No. No lo creo. Yo no paro de intentarlo en cada bolo y en cada entrevista o en cada sitio en donde hablo. Cuando me preguntan por mí, intento que se enganchen a mí para poder explicar y hablar de cosas más disruptivas. Cuando un artista dice que una canción tal la compuso mirando al mar y no sé qué y no sé cuantos, yo pienso: «¿Y a mí, qué me importa?». El arte, en muchas ocasiones, carece de discurso. Y a mí me gustaría que mi arte sea comprometido, porque es lo único que puede cambiar el mundo.
¿En qué nos estamos convirtiendo? Una cosa es la individualidad y otra cosa es la personalidad. Yo creo mucho en la personalidad y muy poco en la individualidad. Creo que las personas debemos tener nuestra propia personalidad para actuar en grupo y lo que sucede es que usamos la individualidad para brillar solas. Es muy difícil. Yo misma soy una contradicción: todo lo que digo se debería resumir en «¡deja los escenarios!», pero no lo hago y estoy encantada de subirme a un escenario. Y me encanta la adrenalina que me genera. Me da felicidad y energía. Me siento útil y cuando estoy tocando siento que estoy haciendo lo que he venido a hacer a este mundo. Pero me siento vacía si pienso que eso que hago no lo lleno de un discurso que pueda ser medio útil para el público que tengo, que es un público de clase media. Yo actúo en auditorios en los que acude gente que puede pagar el precio de la entrada. Y el público ya sabe cuál es mi mensaje.
Durante un tiempo yo he generado lo que denominaba el efecto «Copito de Nieve»: el gorila blanco, albino, al que todo el mundo iba a ver por su rareza. De alguna forma, yo he tenido esa sensación de que la gente venía a ver ese tipo de cosa, más que a la persona. Al principio me incomodaba, pero después lo he aprovechado: tú vienes a darme cacahuetes y yo te doy otra cosa: mi discurso. De eso va un poco la vida: de un intercambio.
Alba Flores, que no es cantante, canta Mujer frontera en Perifèria. ¿Es amiga tuya?
Sí, es amiga. Si no, ¿de qué? Ella fue la que me dijo que los beneficios de esa canción debían ir al colectivo de jornaleras. Ella lo conocía y a mí me pareció súper bien. Si no hubiera sido por Alba, yo no habría sabido de su existencia. Tienen mucho mérito.
¿Cómo os conocisteis?
La mitad de mi carrera es de teatro y danza: he compuesto música para más de treinta espectáculos. Estuve en el teatro Español haciendo temporada en Madrid hace años, y fue por entonces cuando conocí a Alba. Desde entonces somos colegas. La admiro mucho, porque es de las pocas que «se moja». Y yo eso lo agradezco. Necesitamos personas como ella, porque mueve un montón de peña y muestra su responsabilidad en todo lo que dice y cómo se posiciona.
Has dicho que de Estat de larva no hiciste conciertos y creo que A-A-Analogia de l’A-mort sólo lo has interpretado en directo una vez. Sin embargo, pienso que en esa faceta tuya de pianista es en la que podrías tener un recorrido internacional enorme, en la liga de Nils Frahm u Ólafur Arnalds…
¡Estás diciendo mis favoritos! Pero sí hago conciertos de piano solo, pero no es la gira con la que ruedo. Cada año hago una docena de conciertos, aproximadamente. ¿Sabes qué pasa? Que me he cansado de girar: he girado mucho, con cosas de danza contemporánea y a mí las giras no me gustan. Eso de irme al hotel, comer fuera de casa… ¡Las giras están sobrevaloradas! A mí me gusta estar en casa, con mi gente. Y, por otra parte, con la música instrumental, como tú has dicho, mostrar el discurso es mucho más complicado y tengo la sensación es la de no poder lanzar un discurso político con esas piezas.
Pero te voy a reconocer que pensé lo de girar más con los discos de piano. Pero luego me digo: «¿qué voy a hacer yo en una gira en solitario?». ¡Morirme de pena! A mí me gusta estar con la gente, con mis músicos.
En tus discos de canciones siempre hay colaboraciones con cantantes (desde Judit Neddermann, Ferran Savall y Alessio Arena, que son habituales, a nombres puntuales). Pero ¿no has buscado entrar en contacto con esos músicos de la órbita cercana a la tuya como los que te he citado, o como Joep Beving, que también actúa, como tú, con piano vertical en vez de piano de cola?
A veces he pensado colaborar con otros pianistas, pero el piano es un instrumento muy completo, muy orquestado, muy armónico, con muchos armónicos… es decir, con armonía y con armónicos, que se escuchan mucho. La experimentación con dos pianos no la tengo en la cabeza, ¡pero podría estar muy guay! Sí he pensado en que me produjeran algún disco o algo así, lo que pasa es que a veces no preguntamos lo que querríamos… y el «no» ya lo tenemos.
¿Sientes que te han influido ellos o estáis en órbitas cercanas por puro azar?
Me ha influido mucho el mundo nórdico. La soledad, la inmensidad… Tantísimo espacio… y tan poca gente. Y tanto frío. Allí hay alguna semilla que me influyó un montón y que tiene que ver con algo muy íntimo, muy íntimo, muy íntimo. Lo íntimo es puro e incorrecto. Y me gusta mucho el sonido de sordina y el sonido de los martillos, de la madera… Es como amplificar el silencio más íntimo.
¿Y cómo llega ese estilo post-minimalista o neo-clásico a tu música?
También tengo muchas influencias de música clásica y me acuerdo de que cuando estudiaba música clásica lo que más me gustaba eran las cosas más sencillas. Siempre. Lo otro hacía que me pareciera que me perdía en el virtuosismo, en la manera de intentar tocarlo. La técnica se comía a la música muchas veces, tanto en mi caso como escuchando a otros pianistas. Y sí tengo la sensación de que es en lo más melódico, lírico y tranquilo donde está mi esencia.
© Fotografía de Josep Echaburu facilitada por Clara Peya.