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Hoy se cumple el trigésimo aniversario del fallecimiento del compositor Olivier Messiaen.

Hoy se cumple el trigésimo aniversario de la muerte de Olivier Messiaen (Aviñón, 10 de diciembre de 1908-París, 27 de abril de 1992). Fue uno de los compositores franceses más importantes, influyentes y personales del siglo XX, en cuya obra que trató de plasmar tanto la belleza de la naturaleza como la espiritualidad del misticismo católico romano. El estilo que creó en una carrera compositiva de más de seis décadas se basó en todo tipo de elementos, desde el canto de los pájaros –se dice que incluyó los cantos de más de 250 especies en sus obras– hasta los modos rítmicos indios y balineses, así como las formas más convencionales del cromatismo occidental y las técnicas seriales.

Sin embargo, mientras las vanguardias más extremas –entre ellos algunos discípulos y seguidores de Messiaen, como Pierre Boulez, Iannis Xenakis y Karlheinz Stockhausen– optaron por continuar el camino dodecafónico y serialista, Messiaen se desvió de él, en pos de comunicar en sus obras un sentido de la música para todos sus oyentes, un proselitismo proveniente de su religiosidad de auténtico creyente.

Así pues, Messiaen, después de haber sido en cierto modo uno de sus precursores, se distanció de la vanguardia del siglo XX, sin por ello renegar de ella y sin ser renegado por ella. Es cierto que siguió incluyendo pasajes seriales en sus composiciones, pero como medio para expresar determinadas situaciones: por ejemplo, para expresar el desfase entre lo humano y lo divino, o la disonancia introducida por el pecado en las relaciones entre los seres humanos y entre éstos y el entorno natural.

Sí desarrolló, en cambio, otras técnicas compositivas originales. Produjo música en la que organizó el tempo con ritmos palindrómicos que pueden leerse en la partitura indistintamente de izquierda a derecha o de derecha a izquierda. Esto es para dar la idea de un tiempo que fluye en ambas direcciones: el tiempo de Dios.

Entre sus obras, Apparition de l’Eglise Eternelle (1932) y Nativite du Seigneur (1935) son piezas centrales del repertorio organístico contemporáneo, mientras que algunas de sus obras para piano, sobre todo las Vingt Regards sur l’Enfant Jesus (1944) y el Catalogue d’Oiseaux (1959), exigen imaginación a los pianistas, para alcanzar la combinación de espiritualidad y pictorialismo de la música.

Las obras orquestales de Messaien, como L’Ascension (1933), la monumental Sinfonía Turangalila (1949), Et Exspecto Resurectionem Mortuorum (1965) y Des Canyons aux Etoiles (1974), inspiradas en la naturaleza, son de una gran envergadura y están llenas de combinaciones instrumentales innovadoras, más allá de los límites normales del lenguaje musical contemporáneo. A estas pieza hay que añadir su única ópera, San Francisco de Asís, de cinco horas de duración, estrenada en 1983.

Su última obra a gran escala, una pieza orquestal de noventa minutos, Eclairs sur l’Au-Dela [Relámpagos en el más allá], un encargo de la Filarmónica de Nueva York por la conmemoración de su centésimo quincuagésimo aniversario, se estrenó seis meses después del fallecimiento de su autor..

Aunque Messiaen gravitó hacia estructuras cada vez más complejas en las últimas décadas de su vida, su obra más conocida y más frecuentemente interpretada es una pieza de cámara, el Cuarteto para el fin de los tiempos, compuesto en 1940, mientras estaba prisionero en el campo de prisioneros de guerra alemán de Görlitz. Con los instrumentos destartalados de que disponía allí –violín, clarinete, violonchelo y piano– creó una obra que describía el Apocalipsis. La obra, con el propio Messiaen al piano, se estrenó en exteriores, bajo la lluvia, el frío 15 de enero de 1941, ante un público formado por cuatrocientos prisioneros y guardianes. Sin embargo, Messiaen recordaría años después, que «nunca fui escuchado con tan profunda atención y comprensión».

© Fotografía de Rob C. Croes / Anefo, descargada de Wikipedia.