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La periodista escocesa de Radio 3 de la BBC Kate Molleson publica «Sound Within Sound», un libro sobre compositores del siglo XX a descubrir.

En la introducción del libro Sound Within Sound (Faber & Faber) su autora, la periodista musical británica y locutora de la BBC Kate Molleson, explica que fue el compositor estadounidense George E. Lewis quien la animó a hacerlo. Se encontraban ambos impartiendo clases en los cursos de verano de Darmstadt –tan influyentes en los años cincuenta del siglo pasado–, cuando ella le habló de una vieja idea: escribir «una especie de nueva historia sobre los compositores del siglo XX. No me refiero a los “sospechosos habituales”. Me refiero a los compositores que se dejan de lado». El compositor le sugirió que eligiera «algunos compositores interesantes que no aparecen en los libros de historia de la corriente principal. Cuenta sus historias. Demuestra que todos ellos hacían cosas increíbles. Demuestra que existieron. Haz que tus lectores quieran escuchar su música».

Molleson explica que en su infancia descubrió la música clásica a través de Radio 3 de la BBC y que ya dedicada al periodismo musical se sorprendía al descubrir que la narrativa «oficial», los programas de conciertos y festivales, siempre giraban en torno al mismo grupo de compositores de los que ella había tenido conocimiento en los libros de iniciación a la música para niños que sus padres le habían regalado cuando era pequeña, al percatarse de su pasión por la clásica. Echaba en falta las innovaciones que a la música clásica aportaba la realizada en el siglo XX y le molestaba que hubiera tantas figuras innovadoras y que no figuraran en los libros de historia que tenía que leer durante sus estudios de grado y de máster, tanto en Canadá como en el Reino Unido. No se trata, dice, olvidar las «pasiones de Bach, las sinfonías de Beethoven o Brahms, los ballets de Igor Stravinsky, ni eliminar a Mozart o Mahler», sino de ampliar el canon. Y pone el ejemplo de Graham Vick, el director de orquesta y director artístico de la Birmingham Opera Company, fallecido de covid-19, a los 67 años, en julio de 2021, que decía que «si la ópera tiene un lugar en el mundo, debe ser del mundo. Se negaba a ver cómo la música que amaba se convertía en “el privilegio reservado de un sector cada vez más reducido de la sociedad británica”, así que sacó la ópera de sus espacios sagrados y puso a los ciudadanos de Birmingham a cantar Verdi».

Para la elaboración del libro, Molleson consultó a numerosos músicos y musicólogos, que le hablaron de la necesidad de mostrar nuevas narrativas, no por oficializar «nuevas narrativas», sino para evitar el drama de lo que ha vendido sucediendo hasta ahora: la desaparición de nombres y músicas fuera del canon dictado por poderes no tan invisibles, algo ya muy difícil de subsanar respecto a músicas anteriores a 1900, pero que todavía estamos a tiempo de rescatar…

Los personajes a los que Molleson ofrece una segunda oportunidad son muy variados. Ella misma dice que «podrían aparecer también en las historias del jazz, la improvisación, la electrónica o la música folk, lo que podría explicar por qué se les ignora desde múltiples ángulos». Los que ha recuperado son el compositor, director de orquesta, violinista y científico mexicano Julián Carrillo (Ahualulco,

1875-Ciudad de México, 1965), un pionero del microtonalismo; Ruth Crawford (East Liverpool, Ohio, 1901-Chevy Chase, Maryland, 1953), colaboradora del prestigioso etnomusicólogo Alan Lomax, pionera estadounidense de la atonalidad y la música serial (y madrastra del conocido cantautor folk Pete Seeger); el brasileño Walter Smetak (Zúrich, 1913-Salvador de Bahía, 1984), inventor de instrumentos y «padrino» del tropicalismo de Caetano Veloso, Gilberto Gil o Tom Zé; el filipino José Maceda (Manila, 1917-Ciudad Quezón, 2004); la rusa Galina Ustvólskaya (Petrogrado, hoy San Petersburgo, 1919-San Petersburgo, 2006), de quien su profesor de composición, Dmitri Shostakóvich, afirmó estar «convencido» de que su música «conseguirá renombre mundial,y será valorada por todos aquellos que perciben que la verdad en la música tiene importancia de primer orden»; la monja, pianista y compositora etíope Emahoy Tsegué-Mariam Guèbru (Adís Abeba, 1923); la pionera de la música electrónica danesa Else Marie Pade (Aarhus, 1924-Gentofte, 2016); el pianista, compositor y profesor universitario estadounidense Muhal Richard Abrams (Chicago, 1930-Nueva York, 2017); la francesa Éliane Radigue (París, 1932), pieza clave de la música ambient, electrónica y minimalista, o la neozelandesa Annea Lockwood (Christchurch, 1939).

En algunos casos, la pálida luz con que se ve al compositor lo es desde el punto de vista etnocéntrico anglosajón. El filipino José Maceda sí fue reconocido en vida en su país natal, tal y como cuenta Molleson: una de sus obras, puede que la más monumental, Ugnayan, fue financiada en 1974 por la entonces primera dama filipina Imelda Marcos, y se emitió a nivel nacional en numerosas emisoras de radio. Posteriormente, en 1998, fue nombrado Artista Nacional de Filipinas… pero no se le puede localizar en Spotify. Julián Carrillo, por su parte, fue director de la Orquesta Sinfónica Nacional de México entre 1918 y 1924, cargo que simultaneó con el de director del Conservatorio Nacional en 1920 y 1921. De él explica su Teoría del Sonido 13, basado en intervalos menores que el semitono, y recuerda que su ciudad natal, Ahualulco de Pinos, fue bautizada en su honor, en 1932, Ahualulco del Sonido 13. Doce años después, en 1944, un decreto municipal revertió el honor y el nombre de la población quedó resumido en Ahualulco… También cuenta una supuesta anécdota ocurrida años después de su fallecimiento, cuando un popular programa de televisión invitó a un grupo de músicos a interpretar en directo música de Sonido 13. Tras la actuación, el presentador anunció que la cadena había recibido múltiples llamadas telefónicas de espectadores de todo el país, informando de fenómenos extraños: los animales de todo la nación se habían vuelto locos en respuesta a la música microtonal que llegaba a través de sus televisores. Los perros en Ciudad de México aullaban y bailaban, los peces de Cuernavaca intentaban suicidarse contra los cristales de sus acuarios y, en Puebla, los canarios golpeaban las paredes de sus jaulas y luego murieron en éxtasis…

En otros casos es evidente que hubo sesgos de ocultación (el más sangrante, quizá, el de Ruth Crawford, primera mujer en recibir una beca Guggenheim por su obra, en 1930, pero cuyo talento fue constantemente despreciado por su marido, Charles Seeger (padre de Pete Seeger, y con quien se casó en 1932, abandonando la composición al año siguiente, aunque recuperó su trabajo a finales de los años cuarenta, poco antes de morir, prematuramente, a los 52 años). Su ejemplo, expone Molleson, es el de las mujeres de todo el mundo han tenido que elegir entre desarrollar su potencial personal o ser madre trabajadora sin ningún tipo de apoyo (un problema del que también hablará Éliane Radigue), mientras que el siguiente de la lista, el brasileño de origen suizo Walter Smetak, pagó muy caro su decisión de abandonar el corazón de la música clásica en Europa y dirigirse al trópico, lo que le relegó a la periferia de la historia de la música.

El interés de Molleson por Galina Ustvólskaya cuenta con componentes sentimentales: uno de sus abuelos, Andrei Viktorovich Ivitsky, escapó siendo un niño del Petrogrado posrevolucionario en 1919, el mismo año en que nació aquí Ustvolskaya, y tras cruzar a Finlandia llegó al Reino Unido.

Con varios de los diez autores incluidos en Sound Within Sound ya fallecidos cuando el proyecto del libro echó a andar, Molleson recurrió a entrevistas con allegados, como Peggy Seeger, hija de Ruth Crawford, pero en otros casos, y gracias a su trabajo en la BBC, Molleson ya había podido entrevistar personalmente a Emahoy Tsegué-Maryam Guèbrou en Jerusalén o a Éliane Radigue en su apartamento parisino de la rue Liancourt, en Montparnasse. Por cierto, el título del libro es un pequeño homenaje a la nonagenaria compositora francesa que dice que «siempre busca el sonido dentro del sonido». Con ella habla de cómo hizo para limar las asperezas entre Pierre Schaeffer y Pierre Henry, o de su llegada en 1963 al Nueva York de John Cage y los conciertos y happenings Fluxus. Y del principio de «la navaja de Ockham» (promulgado por el franciscano inglés Guillermo de Ockham –conocido en francés como Guillaume d’Occam), según el cual «en igualdad de condiciones, la explicación más simple suele ser la más probable».

Una de las virtudes del libro es que no está escrito para musicólogos, sino para el aficionado y el curioso. Abunda en anécdotas –la quema de pianos realizada por Annea Lockwood para grabar su sonido; la estancia de la adolescente Else Marie en la cárcel por volar cabinas telefónicas, durante la Segunda Guerra Mundial, como sabotajes organizados por la resistencia danesa frente a los nazis– y nos ayuda a situar a los personajes en su entorno y su momento. Y consigue lo que George E. Lewis le pedía, que los lectores quieran escuchar su música.